martes, 20 de febrero de 2007

Truffaut judío


Si hay un cineasta que ha reivindicado los lazos de la descendencia, los deberes filiales y el poder de la influencia de los mayores, es Francois Truffaut, que hubiera cumplido 75 años de edad en 2007. Toda su obra, y no sólo la cinematográfica, sino también la crítica, está marcada por la presencia de figuras tutelares, por “maîtres à penser”. Allí está André Bazin, el crítico de cine, cobijándolo cuando deserta del servicio militar, y abriéndole las páginas de la revista Cahiers du cinéma, a pesar de sus desacuerdos sobre varios temas. Allí está Roberto Rossellini, maestro en escritura de guiones y en resolución de infinitos problemas de producción, padrino de matrimonio, mentor de los cineastas de la Nueva Ola en su acercamiento directo a la realidad más urgente y movediza, sin esperar la intermediación del gran dinero de los productores o del carisma de las estrellas. Allí está Alfred Hitchcock, que le enseña que el cine es un espectáculo fascinante siempre que lleve una mente analítica detrás y que el “autor” puede expresarse también al interior de los géneros, de las fórmulas narrativas y de las disciplinas industriales.

Truffaut anduvo a la búsqueda constante de padres adoptivos, que fueran lo suficientemente sabios como Rossellini, bondadosos y brillantes como Bazin o Jean Renoir, geniales en el oficio, exitosos y cínicos como Hitchcock. Para no contar a otras figuras con las que tuvo acercamientos más breves, menos influyentes, como Jean Genet y Jean Cocteau.

No es casual, por eso, que Truffaut decidiera interpretar él mismo al Profesor Itard, el médico que enseña los primeros pasos y las primeras palabras al niño de L’Aveyron, en El niño salvaje. Es la historia de un padre por procuración. Tampoco es accidental que muchas de sus películas sean tributos a los que le precedieron en una genealogía que él mismo reconstruyó: Los 400 golpes está dedicada a Bazin; La sirena del Mississipi, a Jean Renoir; La hora del amor (Besos robados), a Henri Langlois; La noche americana, a Lillian y Dorothy Gish.

En su biografía del cineasta, los críticos franceses Serge Toubiana y Antoine de Baecque cuentan un episodio de la vida de Truffaut que se relaciona con su búsqueda de la línea de filiación, pero que ilumina sobre todo al director de cine y a muchos de sus personajes, salidos de la imaginación pero también de su pasado y su historia personal. Este es el relato:


“… justo al concluir el rodaje de La hora del amor (Besos robados), Truffaut se reúne con Albert Duchenne, el dueño de la agencia (de detectives) Dubly. Entonces, como si de un personaje de sus películas se tratara, Truffaut le encarga una investigación confidencial para tratar de encontrar a su verdadero padre, aquel hombre que había seducido a Janine de Monferrand y con quien ésta había tenido un hijo (…) desapareciendo después misteriosamente, mientras que el niño, dos años más tarde, era reconocido por Roland Truffaut. Atraído por la ficción cinematográfica hacia la agencia de detectives, Truffaut pretende, una vez más, desviar las aventuras de Antoine Doinel hacia su propia vida, volviendo a los orígenes del gran misterio familiar.

El propio Albert Duchenne se encarga del “informe”. Éste lleva a cabo las pesquisas necesarias y, al cabo de unas semanas, remite a Truffaut un informe “confidencial”. Su verdadero padre sería un hombre llamado Roland Lévy, nacido en Bayona en 1910, hijo de Gaston Lévy y de Berthe Kahn. Una vez terminado el bachillerato en la costa vasca, se traslada a París a finales de los años veinte para matricularse en la Escuela de Odontología situada en la Rue de la Tour-d’Auvergne, en el barrio de Lorettes. Allí conoce a Janine de Monferrand, con la que sale muy a principios de los años treinta, abandonándola antes del nacimiento de François. Al terminar sus estudios de odontología, Roland Lévy se traslada al barrio de l’Opéra y comienza a ejercer como cirujano dentista en 1938. Con París ocupado por el ejercito alemán y siendo judío, el presunto padre de Truffaut se ve obligado a abandonar la capital, refugiándose en Troyes. Los detectives de la agencia vuelven a rastrear su pista en Belfort, ciudad en la que vive desde 1954. Allí conoce a Andrée Blum, diez años más joven que él y también cirujano dentista, con quien entabla relaciones contrayendo matrimonio en 1949. La pareja vive en un edificio del Boulevard Carnot, en el centro de la ciudad y ejerce su profesión en una consulta que tiene en el tercer piso del mismo inmueble. Diez años más tarde, en 1959, la pareja se separa después de haber traído al mundo dos hijos.

Este descubrimiento conmociona y alivia a la vez a François Truffaut. Ahora ya no pertenece del todo a su familia. Y el descubrimiento del origen judío de su supuesto padre le trastorna profundamente, por lo que el eslogan “Todos somos judíos alemanes” que corean los estudiantes de mayo cala profundamente en Truffaut. En ese sentido –tal y como Truffaut se lo confesará al final de su vida en una larga conversación inédita a Claude de Givray- “siempre se había sentido judío”. Ese judaísmo lo asocia a su simpatía por los proscritos, los mártires, los marginados sociales, con la reafirmación de ese “otro” que él asegura haber sido a lo largo de su juventud; ese judaísmo, lo habría descubierto al ver algunas películas sobre la liberación de los campos de concentración en mayo de 1945 en el Cinéac-Italiens. El joven François, ignorado por su madre, golpeado por la policía, encerrado en un centro para delincuentes juveniles, se habría convertido entonces, en la soledad de una sala oscura, en el “judío” de la familia Truffaut-Monferrand. Luego, el cine habría desempeñado un papel decisivo en ese proceso de identificación: ahí, en esas películas que ve una y otra vez, había un espacio de libertad, fuera del mundo, un “otro lugar” clandestino en donde el “judío” podía al fin vivir plenamente, sin ataduras.

Un día de septiembre de 1968, Truffaut viaja a Belfort. Guarda en sus archivos un plano de la ciudad sobre el que ha trazado cuidadosamente a bolígrafo el itinerario que va desde la estación hasta el Boulevard Carnot. Allí, desde las siete de la tarde, espera al pie de un edificio de seis pisos levantado nada más terminar la guerra. Según el informe del detective, Roland Lévy sale todas las noches después de cenar para dar un corto paseo por su barrio. Vive solo y planifica cuidadosamente su tiempo. A las ocho y media, más bien corpulento, envuelto en un abrigo gris, con un pañuelo alrededor del cuello, abre el portal del inmueble. Pero, en ese instante, François Truffaut se da la vuelta. No quiere trastornar las costumbres de ese hombre revelándole bruscamente que es su hijo. Aquella noche, Truffaut se hospeda en la habitación de un hotel del centro de la ciudad después de aislarse a un cine en el que se proyecta La quimera del oro [The Gold Rush] de Chaplin.” (Francois Truffaut, de Serge Toubiana y Antoine de Baecque. Plot Ediciones, Madrid, 2005).

Ricardo Bedoya

1 comentario:

Anónimo dijo...

Siempre es necesario escribir sobre Truffaut. SIEMPRE. SIEMPRE. El libro de Toubiana y de Baecque es imprescindible para cualquiera que desee acercarse a la figura del mejor director francés surgido de la Nueva Ola francesa.